

Discover more from De analógico a digital
Comprar un disco, ya fuera este en vinilo, cinta de cassette o en CD, era un acto muy poderoso en los años 80. La economía de la clase media en España en las décadas de los 80 y los 90 hacían que nuestra cartera fuera muy pequeña para el ocio. La música se escuchaba primero en la radio, que era el lugar al que acudíamos para descubrir nuevos artistas y encumbrar a los ya consagrados.
Cuando una canción nos calaba muy por encima de las demás, y al poco tiempo escuchábamos otro single del mismo artista promocionado ese álbum rompedor del que todos hablaban. Entonces nos planteábamos añadir esa joya musical a nuestra selecta colección. El artista primero se tenía que haber ganado a pulso nuestra atención y admiración, para luego conseguir llevarse nuestro dinero. Porque eran muy pocos los discos que podían entrar en una casa y había que elegir muy bien donde gastarse los ahorros.
Además, comprar un álbum era una declaración de intenciones del tipo de persona que eras. Te definía tanto como la ropa que llevabas puesta, de hecho muchas veces ambas cosas podían estar ínter relacionadas y la portada de un disco podía acabar siendo uno de tus “outfits”, que dirían los jóvenes de hoy. Por no hablar del peregrinaje que suponía localizar un disco en los años 80 o los 90.
En la era pre internet, cuando solo podíamos comprar música en tiendas especializadas o algún gran centro comercial. Hacerse con un álbum de un artista poco conocido era toda una aventura. Quizás algunos recordéis el famoso BID (boletín informativo discoplay), una diminuta revista mensual que se contenía las portadas de cientos de discos que estaban disponibles para su venta por correspondencia. Una especie de catálogo global de los 90 que era oro puro para los amantes de la música de ciudades pequeñas con escasa oferta disponible. No perdáis la ocasión de visitar su fantastico archivo documental para viajar al pasado.
El otro lugar de peregrinaje eran las convenciones y ferias de discos que se organizaban de forma anual en diferentes capitales de provincia. Congregaban a coleccionistas, fanáticos y amantes de la música en torno a stands de todo tipo de comercios, para curiosear y adquirir joyas ocultas. Eran eventos que duraban 1 o 2 intensos días y que revitalizaban el ambiente de la ciudad porque nos permitían completar nuestras colecciones discográficas.
Toda esa cultura se fue diluyendo a medida que todo se volvió digital. Ya en plena década de los 90, en los albores de internet los ordenadores y la piratería hicieron estragos en la forma en la que comprobamos y almacenábamos la música. El abaratamiento y la facilidad con la que se podían clonar los CD anticipó la hecatombe de la industria. Todo esto estalló con la irrupción de Napster, el Winamp, las descargas a través del Emule y posteriormente los programas basados en Bittorrent.
Los iPod, iTunes, y el millón de canciones en el bolsillo de los primeros años del 2000 eran un reclamo imbatible para esos adolescentes que antes ahorraban hasta conseguir 12 canciones por 1800 pesetas empaquetadas en un CD. Eso fue justo antes de que todo volviera a cambiar de nuevo para el mercado discográfico. El siglo 21 cerró del golpe la puerta de la tienda de discos, y abrió la de las compañías de streaming basadas en música digital, etérea e intangible.
Ahora que vivimos la era de las playlists infinitas, la constante sucesión de singles aleatorios y la música al mas puro estilo “fast food”, también vemos un resurgir de lo retro, que mezcla la nostalgia y la pasión por lo analógico. Los vinilos han vuelto con mucha fuerza (en el fondo nunca se fueron del todo) y ofrecen una experiencia distinta de cómo disfrutar de la música.
Algo muy necesario hoy en día para darle sentido a nuestro tiempo.
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